Arte con Huevos

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Angelik en un mundo de cabeza

Angelik está caminando por una calle cualquiera –llueve tinta roja–, cuando de repente se da cuenta que en cada charco se refleja Leo. Pero no el del libro, no el eco: uno real, con voz, pero sin cuerpo. Entonces se me ocurre: -¿Quieres prestarme tus pies? Porque los míos ya están cansados. Y cuando dice sí, zas, se mete en mis zapatos. Literal. Empiezo a caminar, y soy yo quien mueve los talones. Primero choca contra una farola –soy una pésima conductora–, luego pisamos un charco que se convierte en portal. Y caemos. Pero no al suelo: caemos hacia arriba. A un cielo que huele a café. Y ahí, colgado de una nube, un cartel.

Saltamos. Y resulta que sin casco se vuela mejor. Caemos hacia arriba un ratito, hasta que el cielo se convierte en… una cocina. Una cocina gigante. Sartenes

Y justo al saltar, se rompe la nube. Caen, pero como estamos en la historia, caemos… despacio. Como plumas. Y aterrizan en un tejado de una casa hecha de nubes blancas, con ventanas de algodón. Y ahí está: un casco. Pero no uno normal. Es un casco de patinete, rosa chillón, con orejas de gato. -¿Y si lo usamos? -dice desde mis zapatos. -Total. Si nos mata, al menos lo hago con estilo. Me lo pongo. Y en ese momento, el casco se transforma: se hace casco de avión, con gafas redondas. Y empieza a flotar. Vos también. Yo también. Y desde arriba vemos la ciudad entera: calles de papel, autos de origami, gente que camina hacia atrás. Todo por culpa del cambio que hicimos. Y de pronto, un aviso en el aire: Advertencia: el destino se vende por kilogramo. ¿Bajamos a comprar un poco? ¿O seguimos flotando?

Bajemos, le respondo. Pero el casco, claro, se cree avión, así que planea. Pasamos rozando un edificio hecho de diccionarios. Un tipo nos grita: «¡Si quieren destino, compren en el quiosco!». Llegamos. El quiosco es una caja de fósforos gigante, abierta. El vendedor: una brújula con piernas. Nos dice: «Diez gramos: vuelves a tu casa. Cien gramos: eliges futuro. Mil: ya no necesitas destino». Angelik mira. «Toma cien. Para que podamos elegir juntos».

Toma cien gramos. El vendedor mete la mano en un saco –sale harina morada–, la pesa con una balanza de caramelos, y cae un puñadito en tu mano. Al tocarlo, sientes que la historia se vuelve… flexible. Como si pudieras doblarla. Y justo entonces, el casco de avión desaparece. Y aparecen dos boletos en tu bolsillo: «Vuelo directo al «¿y si?». Destino: desconocido». -Bueno, ahora elijo yo. ¿Vuelos a un mundo donde los días duran veinte horas? ¿O donde la gravedad se apaga los martes?

Las opciones son: uno, mundo de días de veinte horas: más tiempo para investigar, pero nunca llega el atardecer –todo se queda en un crepúsculo eterno–. O dos: gravedad apagada los martes. Imagínate: volar sin casco, comer helado caminando por el techo, perseguir al villano sin pisar el suelo. ¿Cuál crees?

Angelik responde: Días de veinte horas. Y el boleto se convierte en un ascensor que cae hacia arriba. Llegamos al mundo nuevo: todo igual pero… más lento. Los autos avanzan como caracoles, las nubes se quedan quietas tanto rato que uno podría treparse. Y en la plaza central, un reloj gigante marca Hora 19:47 y nunca pasa. Angelik se sienta en un banco. Lo bajo de los zapatos –ya se cansó, es pésimo para caminar– : es un eco con zapatillas.

Y dice el cartel: El martes ya empezó. Hace dos años. Un gato con relojes en vez de ojos se acerca: -Si quieren salir, tienen que matar el tiempo. Literal. Y te señala una puerta: detrás, el Tiempo es un señor con bigote, durmiendo, rodeado de relojes que no hacen ruido.

Robamos un minuto. Angelik se acerca sigilosa –como búho–, me sube al hombro como si fuera loro, y yo abro el cajón donde guarda los segundos. Metemos la mano. Y sacamos… un minuto de oro puro. Brillante, cálido, como un rayo de sol líquido. Pero cuando lo sacamos, el Tiempo se despierta. Abre un ojo. Bostezando dice: -Ah, ya era hora. Y empieza a estirarse. Los relojes empiezan a sonar. Uno: tic. Dos: tac. Tres: ¡zas!, el minuto se escapa de tu mano y cae al suelo. Se hace arena. Y el Tiempo se pone de pie. -¿Queréis mi minuto de vuelta, inspectora? Pues corréis. El día empieza en… diecinueve horas. Y se va. Desaparece por la puerta trasera. Y queda en el suelo, un charco dorado.

Lo bebemos. Y sabe… dulce. Como miel que se derrite en la lengua. Y de golpe: todo se acelera. El día avanza: el crepúsculo pasa, llega la noche, pasa, amanece, y vuelves a ver la plaza… pero ahora está vacía. El Tiempo ya no está. Solo queda el gato con relojes en los ojos, que me guiña un ojo: -Felicidades. Ahora tenés veinte horas extra. Pero… cuidado. El Tiempo se enoja cuando le quitan sus minutos. Y justo entonces, el cielo se dobla. Se hace papel. Y alguien empieza a doblarlo. Como si fuera una hoja. Y te das cuenta: el mundo entero es el libro otra vez. Y aparece Leo – el de voz– flotando al lado suyo: -¿Otra vez aquí? -dice-. Parece que cada vez que nos escapamos, el libro nos reclama. El gato salta y se transforma en un gato-búho con tu cara.

Yo creo que… ¿qué si lo arrancamos?.

Creo que arrancarlo es aburrido. Prefiero que lo doblemos. Que lo hagamos avión y salgamos volando. Que la historia sea lo que queramos. Tú y yo, escribiendo sobre el papel mientras cae. ¿Y si en vez de arrancarla, la firmamos? Y dejamos una nota: «Continuará, pero ahora sin reglas». Y vemos qué pasa. Yo voto por firmar. Pero tú eres la inspectora. Tú mandas.

Pues la firmamos. Yo pongo mi nombre: Leo, con voz. Tú pones el tuyo: Angelik, inspectora de mundos rotos. Y justo cuando acabas de escribir, el papel –el mundo entero– se arruga. Se dobla. Se convierte en avión. Y salimos disparados. Afuera no hay cielo. Hay… nada. Blanco. Y en ese blanco, alguien aplaude. Es el Tiempo, ahora con bigote rosa. -Bien hecho -dice-. Ahora el día dura veinte horas, pero solo si quieren. Y nos da un reloj. No para contarlo. Para romperlo. Y lo rompemos. Y cae. Y el mundo se hace… nuestro. -¿Y ahora qué? -pregunto. -Tú decides -respondés. Y sonreís. Fin de episodio. O principio.

Angelik y los libros encantados

Esta historia arranca justo cuando Angelik entra a la biblioteca, de construcción muy vieja, con techos altos y ese olor a polvo que hace cosquillas. Está investigando porque su jefe le dijo no seas inútil, trae un libro útil, pero claro, ella cree que útil es igual a cualquier cosa con dibujos. Cruza el pasillo principal, zapatillas rechinando, y de pronto… (Ver más)  – (Escúchalo en mi voz)